La neurociencia halla pistas sobre el origen del miedo a la oscuridad

La neurociencia decidió investigar uno de nuestros temores más comunes: el miedo a la oscuridad. Hablamos sobre por qué surge y en qué nos ayuda.

El miedo a la oscuridad es un temor frecuente, que no solo afecta a niños, sino también a un buen número de adultos. Somos animales diurnos; el sentido que más utilizamos es la vista, un sentido que gana cuando lo que queremos ver está iluminado.

Muchas veces se ha asociado el miedo a la oscuridad con traumas de infancia o con cierto infantilismo. Sin embargo, la neurociencia ha descubierto que el tema puede ser mucho más profundo. Al parecer, ese miedo está inscrito de alguna manera en nuestra configuración como especie.

La ausencia de luz nos limita, nos vuelve torpes -aunque una abundancia extrema también puede hacerlo-. No sabemos dónde están los obstáculos, a veces ignoramos qué nos rodea y, en definitiva, tendemos a ponernos más a la defensiva porque aumenta la incertidumbre sobre lo que nos rodea. Todo indica que ese miedo a la oscuridad se asocia con cómo funciona el cerebro.

No existe la oscuridad suficiente en todo el mundo para apagar la luz de una pequeña vela”.

-Robert Alden-

Una investigación sobre el miedo a la oscuridad

Frente al miedo a la oscuridad se ha realizado una investigación capaz de aportar datos interesantes. El estudio fue publicado en PLoS ONE, en junio de 2021. La investigación fue realizada por científicos de la Universidad de Monash, en Australia.

Su muestra estuvo constituida por 23 voluntarios. En un entorno controlado de laboratorio, se les conectó a un sistema de escáner cerebral para monitorear lo que ocurría en sus cerebros durante el experimento. Luego se hicieron varios ciclos sucesivos de encendido y apagado de la luz. Los cambios de iluminación se producían cada 30 segundos.

Los investigadores encontraron que, mientras había oscuridad, la amígdala aumentaba su actividad. Después, al encender la luz, se veía un claro descenso de esta activación. Así mismo, se introdujeron lapsos de luz tenue, lo que hizo que la amígdala se mantuviera con niveles de actividad intermedios.

El miedo a la oscuridad, según la neurociencia

La amígdala forma parte del sistema límbico que, en conjunto, se encarga de nuestra reactividad emocional más primitiva. En concreto, esta zona del cerebro tiene que ver con las sensaciones asociadas al miedo. Allí se activa un mecanismo de alerta cuando surge algún estímulo que es percibido como peligroso o amenazante.

Por otro lado, la luz no es solo un factor que incide sobre la buena visibilidad, sino que también cumple otras funciones. Se sabe que es fundamental para regular los ritmos circadianos, que marcan los periodos de actividad y de descanso. Así mismo, se ha evidenciado que incide en el estado de ánimo, al punto que a veces es una diana farmacológica en los tratamientos contra la depresión.

El experimento llevado a cabo por los científicos de la Universidad de Monash corrobora el vínculo que hay entre la luz, la amígdala y la sensación de miedo. Cuando la amígdala se activa, en los lapsos de oscuridad, se incrementa la sensación de temor. Al momento de desactivarse, cuando hay luz, ese temor se diluye.

La investigación también encontró que la variaciones en el nivel de activación son muy rápidas. Estimaron que la amígdala responde a los estímulos en un lapso no mayor a 100 milisegundos. Es prácticamente automático.

Un miedo ancestral

Lo que los neurocientíficos descubrieron, en últimas, es que el miedo a la oscuridad tiene un referente fisiológico determinante. Describieron cómo opera ese proceso y sugirieron posibles explicaciones sobre su origen. Sin embargo, la razón para que la ausencia de luz sea tan significativa en los humanos podría ser más bien de índole evolutiva.

En la oscuridad somos mucho más vulnerables, y nuestro cerebro “lo sabe”. La vista pierde agudeza, algo que intentamos compensar aumentando el nivel de alerta -procesando de manera más rápida cualquier input, para reaccionar en caso de amenaza-.

Seguro que los primeros humanos ya sintieron cierta preocupación al ocultarse el sol. Esta fue una de las razones por las que aprender a controlar el fuego supuso una auténtica revolución.

Por lo tanto, el miedo a la oscuridad también puede considerarse un componente de instinto de supervivencia. El solo hecho de que no haya luz representa un riesgo y por eso se activan los mecanismos de alerta. Sin embargo, cuando no existe riesgo y, en cambio, está presente un temor considerable, podríamos estar hablando de un problema distinto.

Fuente: La Mente es Maravillosa

 

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